CRÓNICA.
Gregorio Antonio era
minero. Trabajaba en Playa Colorada, avanzando el frente junto a su compañero
(o socio, como dirían los mismos mineros) Isaías.
Comenzó desde muy joven;
en el año 1988, con tal solo dieciocho años, germinó su labor, manteniendo
durante treinta años a su familia con los ingresos que obtenía de las arduas
horas bajo tierra, resistiendo el calor, la oscuridad y el susurro de la muerte
que en tantas ocasiones le envió por meses al hospital.
Con la mujer que amó,
Elizabeth, tuvo tres hijos; Diego, Jésica y Anderson. A quienes les hacía
juguetes en sus ratos libres, manualidades ingeniosas que entregaba con cariño
para que los niños se entretuvieran. Algunas veces tallaba en madera muñecos y
otras veces hacía carros o figuras extrañas.
Para el año 2012, tiempo
en que las personas hablaban del repentino fin, de la culminación de la vida,
decidió tallar una peculiar pata para entregársela al menor. Al llegar a casa
le explicó que cada dedo significaba un deseo, que pidiera lo que fuera y que
estuviera contento por verlos realidad.
El chico, que muy
noblemente aun no comprendía lo que pasaría, preguntó en ese entonces -“¿Estás
feliz por la vida que has llevado?”- a lo cual respondió -“Sí, pero me gustaría
cambiar algunas cosas... Estar más en casa y relajarme... Dejar de matarme
tanto”-. Sin embargo debió elegir mejor sus palabras ese 12 de mayo, pues se
ganó el profundo interés de su receptor, y eso era algo que poco sucedía con
aquél infante de trece años.
El chico trató de
entender la situación de su padre, descubriendo a través de respuestas que él igualmente
quería que se le cumplieran diversos deseos. La madre comentaba que anhelaba
tener su propio negocio, el mayor contaba que deseaba traer más dinero a la
casa y la niña explicaba que don Gregorio esperaba no enfermarse jamás.
Para las diez de la
noche, se pidió el primer deseo en la plena oscuridad -“Por favor, que mi papá
no trabaje nunca más”- fueron las palabras seleccionadas, que inmediatamente
llamaron la atención del mayor, quien instintivamente indagó sobre lo que
sucedía y lo que significaba aquél peculiar objeto. No obstante, tras escuchar
la explicación, carcajeó y contestó en voz alta -“Si eso fuera real, nos
llegarán millones con los que podremos estudiar... Es más, lo deseo, quiero que
nos paguen millones”-.
El domingo 13 del mes en
curso, Gregorio Antonio anunció que se retiraría, que iría esa última semana
para pasar carta de renuncia y acabar su existencia laboral de la manera más
adecuada y respetuosamente posible con aquellos que le dieron empleo durante
tantos años (Cabe aclarar que no siempre fueron los mismos jefes o las mismas
minas).
La sorpresa no se hizo
aguardar. La familia gozó aquél veraniego momento; felices por la noticia
salieron a almorzar juntos, como despidiéndose, disfrutando aquella ocasión que
pareciera jamás borrarse de la memoria de ninguno, sin importar el paso de los
años o del cambio de las épocas.
Los más pequeños, cerca
de las 3:00 pm, conversaban una vez más en su cuarto, cuando su hermana ingresó
y oyó una de las frases -“Pronto tendremos el dinero suficiente para estar
bien”-, despertándose su curiosidad a tal punto, que pretendió saber el porqué
de reír con el misterioso objeto en las manos, e infortunadamente, al final de
todo lo manifestado, reclamó -“¿Y por qué no han pedido que jamás se
enferme?... De esa forma estará por siempre con nosotros”-.
El lunes 14, a las cinco
am, la madre despertó al menor y a Don Gregorio, debido a que uno asistiría al
colegio y el otro iría a su trabajo. Pero, lamentablemente, no hubo despedida alguna
entre los dos, sino que por los afanes no se dijeron ni el adiós. Por ende, cuando
el niño salió a estudiar, la señora de la casa mencionó hasta el día de hoy él
ha de rememorar-“Ander, usted no se despidió de su padre, sin saber si lo
volverá a ver”-.
Pasaron tres días; el
miércoles se supo la noticia. Gregorio Antonio murió a las seis de la mañana,
cuando resurgía de su encierro, tiznado y bañado de sudor, siendo el único en estar
presente en el instante en que la mina estalló, llamando la atención de Isaías,
quien reingresó y le halló boca abajo. Contó a la familia que el impacto debió
matarlo sin dolor, y cuando el menor abrió la puerta de su hogar, suplicando
que todo fuera una vil mentira, los halló en silencio y con pesadas lágrimas de
desconsuelo.
Semanas después, Playa
Colorada pagó a la familia cierta suma de dinero, induciendo a los críos a
entender el grave error que fue el haber jugado con el cruel y desafiante destino.
Gregorio Antonio dejó de
trabajar, trajo más dinero a su hogar y nunca se enfermó... Pero tampoco
regresó, y hasta el día de hoy, lunes 28 de enero del 2019 a las 10:33 pm, me
sigo preguntando qué hubiera sucedido si nunca hubiera pedido ese primer deseo.
Cheguré.
ResponderEliminarLa crónica es acertada, pero debe revisar problemas con el gerundio.
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